«Existen dos formas de ver la vida:
una es creyendo que no existen los milagros,
la otra es creyendo que todo es un milagro»Albert Einstein
«Todo fluye, todo cambia, nada permanece»
Heráclito de Éfeso
Capítulo 1
La noche respiraba tranquila, quizá demasiado. No se oía ni siquiera el monótono golpeteo del anclaje exterior de la ventana rota. Era como si la atmósfera se hubiera detenido. Sin nubes en el cielo, la luna brillaba con intensidad, lo suficiente como para hacer visible el apagado salón que parecía sombreado como un dibujo a carboncillo. Allí permanecía él prácticamente a oscuras, con el libro entre las manos iluminado de manera tenue por una pequeña lámpara de escritorio. Mientras terminaba uno de sus capítulos ocurrió algo inusual, escuchó ruido de pasos en el piso de arriba, le extrañó, puesto que se hallaba solo en la casa como era habitual. Preocupado, esperó a que cesaran, dejó el libro en la mesita y caminó hasta las escaleras. No quiso encender ninguna luz. Subió los escalones muy despacio sin hacer el menor ruido, con la mirada siempre hacia arriba.
Al llegar al piso superior, arrimado a la baranda, examinó la oscura estancia calmada y silenciosa. Sin embargo, algo le sobresaltó. El resplandor de la luna le permitió ver al fondo el dibujo de la silueta de un hombre que, con las manos apoyadas en el alféizar de la ventana, miraba hacia la calle inmóvil. ¡Un extraño en su casa! ¿Cómo había entrado? Sobrecogido, con los nervios normales del momento y sin pensar demasiado, se aproximó sigilosamente por detrás. Esperó que aquel hombre no se percatara.
Una vez a su espalda sintió que podía olerle el cabello, era de su misma estatura. Respiró unos segundos deliberando qué hacer mientras contemplaba la imagen, tiempo suficiente para que el hombre advirtiera su presencia y quisiera comprobar quién andaba detrás. Asustado, antes de que pudiera verle, como un impulso instantáneo lo empujó con decisión. Lo vio caer. No hubo gritos. Una ligera satisfacción le embargó. Se asomó a través de la ventana hasta comprobar como aquel hombre golpeaba el pavimento. Dejó de moverse. Había caído de espaldas, por lo que por primera vez le pudo ver la cara y aquella visión le impactó. Se tuvo que esforzar en comprender. El hombre que yacía mirándole desde abajo era, en realidad, él mismo, inerte, sin vida.
Quedó atónito por la turbadora imagen, preguntándose cómo era posible. Confuso, quiso comprobar su reflejo en el espejo que había en la pared. ¿Quién era él entonces? Su angustia aumentó cuando este le devolvió una imagen inquietante. Aquella figura que lo observaba no poseía su rostro. En su lugar, una sombra negra, amenazante y vacía lo miraba, tan sorprendida como él. Impresionado, no pudo articular palabra. La sombra reflejada levantó el brazo despacio y lo señaló desde el otro lado del espejo. El corazón le empezó a latir con fuerza. Temiendo haberse convertido en un monstruo, aterrorizado, bruscamente despertó.
Abrió los ojos en la oscuridad, jadeante, y comprobó que yacía en la cama boca arriba. Sudaba y sentía el corazón acelerado. Movió la cabeza y vio como ella seguía durmiendo. Su imagen lo tranquilizó un poco. Otra noche más aquel maldito sueño. Empezaba a formar parte de su rutina diaria y le comenzaba a preocupar.
La primera experiencia con la insólita pesadilla ocurrió la noche del viernes 13 de marzo, justo una semana antes. En aquella ocasión se incorporó empapado y con el corazón desbocado intentando abrirse paso a través de su pecho. Pero, sobre todo, muy desconcertado, como si aquella experiencia hubiese sido algo más que un sueño. Después de una semana apenas empezaba a controlar mínimamente la angustia que le producía, aunque lo seguía sintiendo tan real que no conseguía obviarlo. Las otras veces consiguió volver a dormirse, pero esta ocasión era distinta, se dio cuenta por primera vez de que algo no marchaba bien.
Un sueño tan recurrente y extraño no perturba a alguien por nada, tenía que existir una explicación y un significado. Su subconsciente le estaba queriendo insinuar que algo marchaba mal, él lo sabía, pero no era de aquellos que se preguntaban habitualmente qué había más allá de las cosas físicas observables, más allá de unos labios que le besaban, de unos ojos que le miraban o más allá de la línea del horizonte. Él no era de hacerse preguntas trascendentales, de modo que nunca se preguntaría qué se forjaba en las profundidades de su propio ser, donde se ocultaba la verdad.
Su primera reacción, como las otras seis anteriores, fue tratar de olvidarlo. No obstante, esta vez había hecho mella en él, deseaba volver a dormir sin sobresaltos, al menos por una noche. Así que se vio forzado a reflexionar si aquello podía ser provocado por algún hábito que hubiera cambiado. Sabía que el alcohol podía provocar pesadillas o ansiedad, pero él no solía beber, solo muy de vez en cuando. Su alimentación era absolutamente equilibrada, se podría decir que excesivamente controlada y hacía muchos años que no había cambiado ese aspecto de su vida. Por supuesto, no había fumado jamás y el café no era su debilidad. Además, hacía ejercicio casi a diario, uno de los mejores aliados para un sueño reconfortante. Entonces, ¿por qué ahora, si se sentía feliz? ¿Qué extraña idea atormentaba su mente que él desconociera? Completamente desorientado, era incapaz de encontrar el punto débil por dónde atacar el problema para evitarlo.
Así se sentía Fernando Sanchís aquella semana de 2009, completamente perdido.
Nando, como a él le gustaba que le llamaran, notó como el corazón fue aminorando su palpitar. Sus ojos resistían estáticos observando el lento giro de las aspas del ventilador del techo. Hasta que apercibido de su bloqueo, fue bajando la mirada hacia la pared de enfrente, donde la puerta de la habitación se apoyaba en el sencillo armario chapado en roble en el que se repartían sus ropas y efectos personales sin demasiado cuidado. No obstante, su mente hizo una pausa en aquel inconsciente recorrido y se detuvo en la maleta gris sombrío que permanecía cerrada en la parte superior como testigo mudo de su pasado.
Cuántas cosas habían cambiado desde que abrió por primera vez aquella Samsonite hacía casi dos años. Algo de él también había cambiado desde aquel día. Ya prácticamente no recordaba el suceso que frustró su carrera y le obligó a cambiar de planes de manera radical, pero esa noche lo hizo. Todavía no se lo había confesado a ella, no se atrevía, temía que lo pudiera malinterpretar o lo juzgara demasiado duro, y con el tiempo lo había ido olvidando.
Elisabeth Jiménez conocía de su efímera aventura como funcionario de policía, cargo transitorio que ocupó mientras esperaba para dar el salto a su verdadero sueño: entrar en el GEO, el Grupo Especial de Operaciones de la Policía Nacional. Buscaba poder intervenir en operaciones de alto riesgo o acciones antiterroristas. Era consciente de que se trataba de un cuerpo de élite al que habían conseguido acceder muy pocos aspirantes en toda su historia, convirtiéndose, quizá, en el más exigente de todos para entrar. A ella, que había nacido en la famosa ciudad de Escobar y su oscuro cártel, aquel interés pasado suyo le atrajo. Y pese a haber abandonado la idea finalmente, nunca insistió en saber el motivo.
Echado en la cama acarició la duda de si esa pudiera ser la razón por la que le estuviera importunando el subconsciente, el precipitado escape de su ciudad natal. Con ese pensamiento cerró los ojos y la maleta lo transportó varios meses antes de su viaje, al invierno de 2006, el episodio que le obligó a hacer el equipaje.