La última cerilla – Capítulo 3


Capítulo 3

De esa manera, petrificado de rodillas, con su pequeña maldita cerilla en la mano y dándole la espalda a su destino de repente escuchó voces. Voces humanas que provenían de arriba. Por un momento le costó procesar la nueva escena que llegaba a sus oídos hasta que, aún aturdido, su cerebro reaccionó. ¡Eso era bueno!… «¡Ayuda!… ¡Aquí, estoy aquí!», quiso gritar, aunque el aire no escapó de entre sus labios.

Al menos aquellas voces le hicieron olvidarse por un momento del depredador que le seguía desde la retaguardia, quizá consiguieran alejarlo.

El sonido de arriba llegaba muy débil, como un murmullo entrecortado. Todavía no podía entenderles, pero estaba seguro de que eran varias personas. En su propia situación desesperada de pronto un sentimiento de felicidad le embargaba. ¡Estaba salvado!

Mientras intentaba agudizar el oído, quiso determinar cuántas horas o días había permanecido en la misma posición inicial para cuando debiera dar explicaciones. No obstante, extraviado en su propia anomalía temporal había perdido por completo la secuencia del pasado y el presente y en su mente se confundían. Los seguía escuchando, aunque de momento no alcanzaba a distinguir ninguna luz a pesar de haber abierto los ojos. Debían de estar todavía lejos de donde él se encontraba.

Esperó, el miedo no se había ido de su cuerpo y aguardaba con ansias oír como aquellas voces acrecentaban su potencia lo suficiente para poder hacerles señales con el fuego de la cerilla que seguía manteniendo preparada para su rescate. No había vuelto a escuchar al oso y eso alivió su mente, aunque con el tiempo se empezó a dar cuenta de que aquellos hombres no parecían tener intención de bajar hasta él y comenzó a impacientarse. ¿Y si se iban y lo volvían a dejar solo? No podía permitirlo, los necesitaba. De esa forma, a pesar de no percibir luz alguna, decidió entrar en acción, tratar de avisarles, hacer ruido, desbloquear su mente que no le dejaba transmitir sonidos a una garganta paralizada. Si él los escuchaba pese a su lejanía, ellos deberían hacerlo también.

—¡Hey! ¡Aquí! ¡Estoy aquí abajo! —gritó como pudo.

No le escucharon. Los sentía conversando entre ellos, ajenos a él y muy distantes todavía. Quizá estuviesen en la boca de la gruta sin intenciones de entrar.  

«A que se van y no me localizan».

—¡Aquí! ¡Estoy aquí! —repitió con todas sus fuerzas.

Sin embargo, la realidad era que ni él mismo era capaz de escuchar su propia voz, Como si sus cuerdas vocales no quisieran vibrar a la frecuencia ordenada por su cerebro.

Aquellos hombres seguían sin hacer visible el pozo en el que se hallaba, la cueva definitivamente debía ser muy profunda. No era capaz de entender su conversación todavía y eso que había agudizado su sentido del oído de una manera muy intensa el tiempo que había permanecido a oscuras. Tenía que convencerles de que fueran a por él.

—¡Socorro!… ¡¿Me oyen?!

Quedó alerta… Nada… No daba la impresión de ser escuchado. Por fin tomó la decisión de salir corriendo en su busca antes de que desaparecieran de la cueva y lo abandonaran de nuevo con el oso, aun a riesgo de perderse por aquellas galerías. Ellos habían sido el revulsivo que necesitaba para perder el miedo a deambular por los oscuros pasadizos de la caverna. Para ello encendería finalmente la dichosa cerilla y con ella alumbraría sus pasos para huir hacia arriba velozmente hasta que esta se apagara y él pudiera al menos seguir sus voces a ciegas. Sí, eso haría, esta vez tenía una referencia que le guiara para escalar hacia la libertad.

—¡Mételo ahí!

De pronto todo cambió. Por fin entendió algo de lo que decían.

Frenó en seco sus ansias y hasta su respiración. La voz había sonado muy ruda, de aquellas que no parecían demasiado amigables. No era lo que él esperaba. Tragó saliva.

—¡Entra, desgraciado! ¡Y no te atrevas a intentar escapar, aquí nadie puede oírte!

Las violentas palabras fueron acompañadas de un fuerte golpe y varias risas maliciosas. Definitivamente no parecían buena gente.

Aquella escena perturbadora fue secundada por un grito lejano, un aullido desgarrador que no le ofreció lugar a dudas, alguien había quedado encerrado en aquella gruta con él.

El panorama oculto a su vista había dado un vuelco de ciento ochenta grados. ¿Quiénes serían esos tipos?, se comenzó a preguntar con el temor recorriendo sus venas una vez más. ¿Qué clase de personas confinarían a alguien en un lugar como este? «¡Joder!… ¡Joder!». Por la crudeza de aquellos ecos lejanos habían tenido que recluir a otro desgraciado en alguna de las múltiples cámaras de la caverna. De nuevo le atemorizó hacer ruido, hacer notar su posición y que le encontraran a él también allí agazapado. Y mucho más avivar señales luminosas. No se iban a tomar demasiado bien haberles sorprendido en un acto delictivo. Necesitaba confirmar sus temores, de ese modo vació su mente de pensamientos y aguardó.

Todos sus planes de rescate se acababan de ir al traste y de nuevo la opresiva sensación de desear encogerse y desaparecer lo dirigía.

No quería creerlo. ¿Y si no había oído bien sus palabras? ¿Y si eran demasiado lejanas para entenderlas correctamente y las había confundido? ¿Cómo iban a haber encerrado a alguien allí? No podía ser, no tenía lógica.

—¡Ahí te quedas! ¡Volveremos para terminar contigo!

De nuevo las risas acobardaban a aquel pobre desgraciado y a él agazapado en las sombras. Sus preguntas fueron contestadas, sin duda eran reales y esta vez las escuchó perfectamente.

Volvió a faltarle el aliento y a delatarse a sí mismo con su propia angustia. Era increíble que aquello le estuviera pasando a él. En un último pensamiento lúcido se dijo que una vez se hubieran marchado podría tratar de comunicarse con aquel desventurado y encontrar así la salida con su ayuda, liberando a ambos.

Comenzó a fantasear, el escalofriante pasaje llegado a sus oídos desde las paredes de la cueva podía perfectamente provenir de un grupo de piratas de una época temprana. Habían raptado al capitán de un navío y aquella caverna, donde él había ido a parar por pura casualidad, era su guarida. A su mente le asaltaron ataviados con vestimentas de la época, sucios, con harapos y pañuelos atados a la cabeza y sin demasiados dientes ni escrúpulos. Cargados de cuchillos y trabucos y quién sabe si defendiendo algún tesoro en una cámara llena de esqueletos sacrificados. En la oscuridad de su cueva los vislumbró como unos desalmados personajes sin compasión capaces de las peores atrocidades. Probablemente como jueces de la Inquisición que hubieran capturado un hereje, ahora irían a practicar sobre el incauto todo tipo de torturas a cual más inhumana. Por su mente pasó la rueda de estiramiento, el potro de torturas y el péndulo de Poe, fotos grabadas profundamente en su psique. Y comenzó a temer encender la cerilla y verse rodeado por sangre derramada y elementos de tortura medievales.

La oscuridad lo acabó atenazando una vez más, aquella oscuridad tan poco amiga, tan horrible, tan llena de matices desagradables que se cerraban a su alrededor oprimiéndole el pecho impidiéndole respirar.

Definitivamente se estaba volviendo loco. Su imaginación parecía extralimitarse, pero algo le decía que aquellos hombres eran verdaderos piratas del siglo XXI, secuestradores o contrabandistas. Nadie decente se veía rodeado hoy en día de semejante violencia.

Mientras su cerebro se debatía entre la locura y la lucidez, en uno de los breves instantes en que esta última lo gobernaba, le pareció hallar el significado a todo esto. Se convenció de que no podían ser seres reales y una nueva idea marcó su mente. Muy probablemente lo que había percibido era una escena de algo que aconteció en aquella misma y desdichada cueva, pero cientos de años en el pasado que quedó impregnada en las paredes del malévolo agujero infernal… La cueva tenía su propia historia que contar y lo estaba haciendo en forma de secuencia paranormal de un suceso muy intenso acaecido en una época lejana.

De nuevo sus miedos en completa y fría oscuridad.

Todavía escuchaba sus desagradables voces apagadas como ecos de una pesadilla distante. Casi podía oler el alcohol que aquellas sucias bocas evaporaban y contemplar sus ojos ensangrentados. Y mientras dilucidaba sobre su propia cordura, el pánico le recorrió la piel desde la fría roca temiendo que se le acabaran apareciendo.

Paralizado de nuevo con su única compañera en la mano y de rodillas esperó en silencio al siguiente paso de aquella cueva que parecía tener vida propia. Hasta que por fin los sonidos se acabaron por perder en la lejanía. Se retiraban por fin. Cierta satisfacción reprimida se superpuso al resto de emociones.

Absorto en sus pensamientos, repentinamente lo escuchó de nuevo detrás de él. Se había olvidado por completo de aquel estremecedor sonido producido por los lentos movimientos del plantígrado en las entrañas de la caverna y su respiración. ¡Dios mío! Le pilló por sorpresa todavía tratando de discernir si aquellos hombres eran o no espectros. Algo andaba de nuevo a su espalda. Se le congeló la sangre. Esta vez la adrenalina se repartió tímidamente por todo su cuerpo, no debía de quedarle demasiado volumen de aquella hormona después de tantos sobresaltos sufridos. Sintió su aliento y escuchó aquel resoplido característico. Estaba muy próximo a él, no había huido pese a las voces como él había conjeturado. Cerró los ojos con fuerza e inspiró profundamente.

Claramente el destino parecía querer jugar con él y haberlo abandonado a su suerte y de súbito escuchó un nuevo grito. ¡El reo se lamentaba! El nerviosismo le absorbió de nuevo, aquel hombre podía ayudarle. La tensión en su pecho quería abrirse camino atrapado entre dos mundos: uno lo mataría irremediablemente, el otro podía ser su salvación.

No tenía tiempo. Debería de encender la cerilla y levantarse gritando, haciendo el mayor ruido posible para asustarlo y que el otro hombre supiera de su existencia y chillara con él, sin embargo, en cuanto notó el frío hocico del animal en su nuca, se le erizo el vello y sus tendones no fueron capaces de secundar sus pensamientos. Presa del pánico, lo único que alcanzó a hacer fue apretar los ojos, tensar los músculos un poco más y rezar.

Pudo sentir a la perfección los lentos movimientos de cabeza y las fosas nasales del carnívoro como si estuviera olisqueando aquel osado que perturbaba la paz en sus dominios. Le oyó expulsar el aire por la nariz mientras inspiraba para captar aquel extraño olor que él desprendía.

Tras un largo y angustioso silencio percibió una ligera brisa en la piel de su cuello que lo hizo estremecerse. Una bocanada de aire cálido y húmedo exhalado sin duda por las fosas nasales de la enorme criatura. Había llegado su hora. Indefenso e insignificante no era rival para aquella bestia sedienta de sangre. Sintió una vez más el tacto húmedo del hocico del animal bajo su oreja derecha y lo escuchó resoplar de nuevo antes de hacer lo mismo en su lado izquierdo. ¡Dios! En aquella posición esperó el zarpazo del animal. El terror lo había asolado definitivamente y le hizo comprimir aún más los párpados con fuerza. Sus uñas se clavarían en su carne sin esfuerzo y deslizarían hacia abajo abriendo su cuerpo de lado a lado. Ya no le quedó más que desear que fuese rápido para no sufrir un dolor atroz.

No podía ofrecer resistencia alguna, sabía que no era rival para aquella enorme criatura y finalmente, cansado de todo, su propia mente se relajó. Había permanecido demasiado tiempo aterrorizado. Para qué seguir sufriendo si ya conocía su destino. Una nueva sensación le invadió. Había llegado su hora y por fin lo aceptaba con serenidad. Perdió definitivamente ese miedo que lo había estado atenazando durante demasiado tiempo y que había manejado su conducta desde que la incertidumbre de acabar abandonado en aquella cueva lo atrapara como la red de un reciario romano. Entendió que este era su lugar, aquel donde reposarían sus huesos. Sus neuronas dibujaron al fin una ligera mueca de aceptación, alivió su cuerpo tensionado y afrontó su suerte.

En ese momento el enorme úrsido se puso en pie sobre sus patas traseras, lanzó un gran alarido detrás de él, que continuaba arrodillado de espaldas en completa oscuridad sin soltar su cerilla, y lo despedazó de un solo zarpazo. Una vez en el suelo lo terminó de desgarrar con sus propias fauces. Poco iba a desperdiciar de aquella cena inesperada.

Fue rápido, Juan Manuel no experimentó dolor, al contrario, extrañamente sintió mucha paz. En sus últimos instantes la vida pasó por su córtex como un film a cámara rápida y se dio cuenta de que no había sido tan horrible como él la recordaba, había cosas que merecieron la pena. Así, sin odios ni rencores hacia nadie y mucho menos hacia su verdugo, que al fin y al cabo lo haría para alimentar a su camada, se dejó llevar. De alguna manera murió satisfecho y en paz consigo mismo. Y hasta consiguió ver el túnel. Era tal y como se lo había imaginado alguna vez, con la misma intensa luz al fondo que lo atraía.


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