«—¿Cuál es el parásito más resistente?
¿Una bacteria? ¿Un virus? ¿Una tenia intestinal? (…)
Una idea… Resistente. Altamente contagiosa.
Una vez que una idea se ha apoderado del cerebro
es casi imposible erradicarla»De la película Origen
Capítulo 1
Incapaz de calcular el tiempo transcurrido, Juan Manuel decidió apearse del bus que ayudó a su atormentada mente a escapar de la ciudad. Era un jueves cualquiera para el resto del mundo, pero no para él. El vehículo se detuvo en un lugar extraño, lejos de cualquier aldea conocida. Lo eligió ella, esa neurona divergente que todos tenemos confinada en algún lugar esperando a ser liberada.
Agarrado todavía a la barra metálica de la puerta delantera puso, por fin, ante la insistencia del malhumorado conductor, un pie en el asfalto. Indeciso, observó el paisaje sin soltar el asidero y respiró profundamente. El fresco y oxigenado aroma de aquel rincón exuberante inundó sus fosas nasales permitiéndole, por un instante, dejar en segundo plano sus problemas. Un embriagador éter que a punto estuvo de hacerle perder el equilibrio cuando el vehículo, sin esperar a que hubiera descendido por completo, se puso en marcha con el mismo nerviosismo que su conductor. «¿Existirán en el futuro autobuses capaces de filtrar el estado de ánimo de quien los gobierne y mostrar así, siempre, una agradable respuesta hacia los usuarios?» se preguntó todavía conmocionado. Definitivamente hoy su mente divergía.
Una vez solo, comenzó a deambular sin rumbo como sus conexiones sinápticas y fue poco a poco dejándose fundir por aquel decorado que hoy lo llamaba. No tardó en encontrarse ante un camino fabricado en arena y barro, materiales creados por una madre tierra que se veía espléndida a finales de la primavera. Las lluvias de las semanas anteriores habían conseguido que la vegetación creciera en luminosos tonos verde claro. Encinas, fresnos y avellanos eran la antesala de bosques de castaños y robles. Todos ellos hacían que el paseo se sintiera apacible y enriquecedor, como si no fueran árboles sino sabiduría concentrada los que le estaban observando. Surcados de profundas experiencias que agrietaban sus cortezas, parecían meditar a su paso cual maestros conectados entre sí a través de una invisible red neuronal enterrada. Transmitían de esa manera, sin palabras, múltiples sensaciones que él no era capaz de interpretar.
El agua recién caída abría espejos donde se reflejaban los árboles invertidos, remansos de arte natural que regalaban una bonita imagen simétrica del bosque y que le hicieron detenerse en alguna ocasión a observar su propia alma que hoy no reconocía.
Cansado de vagabundear o más bien falto de forma, se dirigió hacia unas moles de roca caliza que coronaban un cerro en una zona despejada. Allí se detuvo a tomar aliento y a observar el mundo a su alrededor. Mientras se recuperaba, cedió ante la seducción de los sonidos de la naturaleza de los que nunca había sido un ferviente admirador antaño. Absorbió el sano aliento de las montañas con sabores a madera y humedad, a calma y frescor, a flores e insectos. Observó como decenas de estos últimos, algunos muy coloridos, volaban a su alrededor como siguiendo el compás de una sinfonía interpretada por las plantas.
Desde aquel mirador, enfrascado en sus pensamientos, sacó un paquete de cigarrillos dispuesto a cambiar por completo la idílica estampa. ¿Qué le había llevado a tomar la decisión de llegar hasta allí, de dejar la ciudad y sus problemas?… Sin duda el miedo… Aquella cita inesperada a la que no había acudido… Llevaban dos semanas viviendo separados y se temía lo peor. Hasta entonces nunca había pensado en ello, pero ahora la incertidumbre lo corroía. No soportaría un alejamiento oficial y definitivo de su mujer y sus hijas. No deseaba divorciarse de ellas. Los últimos días habían sido los peores de su existencia, se había sentido terriblemente solo, como nunca y permanecía bloqueado y perdido. En su huída buscaba un estimulo que le devolviera la magia que tuvieron un día. ¿Qué había pasado con sus vidas?
Allí estaba, sin móvil ni reloj, sentado en algún lugar del intrincado planeta azul sin saber muy bien porque había acudido a su llamada.
En el tiempo en que estuvo interiorizando sus sentimientos y se disponía a sacar el dulce instrumento de relajación de su envoltorio, en un descuido, una urraca traicionera apareció de improviso y, como si no aprobase la escena, le arrebató el paquete de las manos.
Pasmado ante semejante gesto desvergonzado comprobó, con cierto alivio, como el animal se detenía en lo alto de un pequeño arbusto próximo con la cajetilla en el pico y desde allí lo miraba con turbadora inocencia. El ave ladeaba la cabeza como si quisiera que la siguiera en su juego. Su larga cola y sus elegantes colores le permitieron advertir que además del blanco y el negro con los que las asociaba, había surgido un espectacular tono azulado que brillaba con el sol como si se tratara de un metal precioso.
Se levantó y mientras avanzaba a su encuentro le devolvió una sonrisa convencido de que, tras la fechoría, soltaría su tesoro. Pero el córvido no pretendía terminar tan pronto su travesura y se movió de un salto a una roca, desde la que se le quedó nuevamente contemplando. La volvió a seguir y el pájaro voló a un diferente promontorio un poco más abajo antes de voltearse hacia él de manera impertinente. Balanceaba la cabeza como si le hablara. Aquel comportamiento lo confundía y lo atraía a la vez. ¿Le estaría queriendo decir algo o acaso él había perdido la cabeza?
Continuó en su misteriosa trayectoria esperando poder recuperar su paquete. No parecía querer ir demasiado lejos. Aquel insolente animalillo le hizo olvidar por un momento sus actuales circunstancias.
Bajó las rocas y arbustos, a veces de manera abrupta, mientras pensaba que ya no era tan joven como para estar efectuando aquellas demostraciones de destreza y comprobó como el ave se detuvo finalmente en la rama de un arce añejo.
Una vez se aproximó lo suficiente descubrió que justo bajo la pícara urraca se abría la entrada a una pequeña gruta a cubierto de los rayos solares. Un estrecho agujero que el tiempo había cubierto de vegetación casi por completo.
En cuanto se sumergió bajo la sombra que caía del árbol su pequeño amigo, sin darle tiempo a reaccionar, abrió el pico y dejó caer su preciado objeto de deseo. Este desapareció irremediablemente en la oscuridad de aquel agujero que de pronto en su imaginación tomó la forma de unas horrendas fauces que lo engullían.
Increpó a la villana que todavía lo miraba desde lo alto de la rama del anciano como si el juego no hubiera concluido y se agachó apoyado en un madroño arbustivo mientras acostumbraba los ojos a la oscuridad. Nervioso, examinó con recelo dónde habría ido a parar su preciado paquete. Aquel objeto cotidiano se había convertido de pronto en una pieza de arqueología única que lo encumbraría para la posteridad.
—¿Qué clase de juego es este? ¿No sabes que lo necesito? ¿Qué voy a hacer ahora pícara desvergonzada? —recriminó a la urraca que, sin saberlo, le había erigido en protagonista de una fábula de Esopo.
Antes de que su insólito contertulio pudiera contestar escuchó un chasquido y, sin tiempo para reaccionar, advirtió con terror como la rama que lo sustentaba se partía y le obligaba a adentrarse irremediablemente de cabeza a través de aquella boca a los infiernos. Se protegió como pudo haciéndose un ovillo y cayó acelerando sin poder detener su movimiento durante un tiempo interminable en el que llegó a perder el conocimiento. En su descenso se golpeó en multitud de ocasiones y practicó algunos giros y volteretas. La cueva se hundía en las profundidades de manera caótica y tiró de él como si lo absorbiera. Hasta detenerse al fin con la noción del espacio y del tiempo completamente perdidas.