El Infierno secreto – Capítulo 1


«Mi cerebro es solo un receptor. En el universo hay un núcleo
de donde obtenemos el conocimiento y la inspiración.
No he entrado en los secretos de ese núcleo, pero sé que existe»

Nikola Tesla

«Cada uno de nosotros somos nuestro propio demonio
y hacemos de este mundo nuestro infierno».

Oscar Wilde


Capítulo 1

Philip Anderson liberó otro de los botones superiores de su camisa blanca de cuello italiano, la misma que vestía desde que cruzara el umbral de su casa veinticuatro horas antes. La arrugada tela todavía retenía sutiles partículas de butaca de avión transoceánico. Sin enmendar aquella notoria muestra de elegancia descuidada, se mantenía inmóvil a treinta centímetros de la puerta de roble de una vivienda desconocida, aunque quizá no lo fuera tanto, era pronto para ceder ante la evidencia. De lo único que poseía plena consciencia era de la imposibilidad de olvidar ya aquel 29 de marzo de 2016, su día más inexplicable de todos cuantos había vivido.

«¿Qué estoy haciendo?», se preguntaba.

Un dulce aroma familiar le hizo cerrar los ojos. Inspiró despacio hasta sentir las células de sus alveolos hincharse de placer para calmar ligeramente su ansiedad. Puso su dedo índice sobre el mecanismo y lo retiró varias veces sin llegar a presionarlo. Los posibles desenlaces una vez lo pulsara reverberaban de forma insistente en su cabeza. Seguramente no habría marcha atrás y su vida nunca volvería a ser la misma. Las dudas en su cerebro, cual brujas sobre escobas voladoras lanzando hechizos en todas direcciones, estuvieron a punto de hacerle salir huyendo.

Bajó la mirada hacia sus pies. La pequeña maleta que lo acompañaba se había convertido en el único testigo de su odisea. Tan solo unos días antes, su mente había decidido escribir una nueva historia en su tranquila existencia. Aquel que piense que la mente conecta de modo preciso a través de una línea recta, inamovible y perfecta, pasado y futuro es muy probable que se equivoque; podría estar viviendo una mera ilusión. Nadie nos puede asegurar cada mañana que todo lo ocurrido el día anterior haya sucedido realmente y no se deba a una memoria externa incorporada en algún momento durante el sueño. La diferencia es que Philip se había hecho consciente de su anomalía.

Cuatro días antes del vuelo, la calma que se respiraba en su Sídney natal fue, sin duda, premonitoria, como la quietud que siempre antecede a la tormenta:

—¡Amanda! —clamó Philip desde el jardín de la casa con el rostro visiblemente contrariado—. ¿Dónde está Copper? —añadió en su desconcierto mientras perseguía un fantasma por los rincones de aquel patio trasero que de repente le resultaba extraño—. Siempre está cerca de su caseta esperando a que aparezca —murmuró para sí desalentado.

El sol inundaba la parte posterior de la propiedad dando un aspecto luminoso y vivo a los abundantes tonos naturales que brotaban en esa época. Los rayos del atardecer acariciaban su rostro y, sin embargo, la borrosa desorientación le impidió saborearlo.

Philip, aferrado a un gran hueso de ternera, se tocó la vieja cicatriz de su infancia sobre la frente más tiempo de lo normal, se atusó hacia atrás el cabello aclarado por la dispersada luz y regresó al salón con una inexplicable sensación de vacío. Sus andares recordaban a los de un militar que caminara preocupado, espalda recta y mirada baja, como pensando siempre en algún detalle que sucediera fuera de foco. Consciente hacía años de lo que suponía transitar los cuarenta, seguía manteniendo una ligera complexión atlética, una estatura media y un rostro masculino que provocaban cierta ternura en el sexo femenino.

—¿Me has oído? —preguntó inquieto—. ¿Quién se ha llevado al perro?

—¿Qué perro, cariño? Si te refieres a Butch estará con Eleonor, se lo lleva normalmente cuando hace jogging —contestó su mujer mientras terminaba de colocar la cubertería en el lavaplatos de la cocina americana.

—No, no me refiero al perro de los vecinos. Me refiero al nuestro, a nuestro Copper, siempre se cobija a la sombra de la jacaranda.

Amanda alzó sus grandes ojos azules, más acordes con la pálida piel de su rostro que con su oscura melena rizada, detuvo por completo sus quehaceres y lo miró desconcertada.

—¿De qué hablas, Philip? ¿De dónde has sacado esa idea? —inquirió en un gesto que arrugó la tez de su frente—. Además, nosotros no tenemos jacarandas, ya sabes que no me va demasiado el violeta. Te referirás a la mimosa, nunca has sido muy bueno distinguiendo árboles.

Philip sintió una amarga derrota interior y volvió a contemplar el exterior en silencio a través del cristal en el que proyectó de manera virtual aquel fantasioso árbol de flores moradas. Inmerso en su particular realidad paralela, cual imaginaria bruma gris que lo cegara enturbiando su mente, trató de comprender por qué diablos había salido tan decidido con un hueso en la mano si era cierto que no tenían perro. Habría jurado que disfrutaban de la compañía de un juguetón setter irlandés que lo adoraba, sobre todo, cuando le llevaba aquellos jugosos regalos después de la comida.

—Philip, ¿te encuentras bien?

—Dime una cosa, Amanda… ¿Por qué no hemos tenido hijos?

Amanda terminó por sospechar que algo excepcional sucedía en la mente de su marido al oír aquella singular pregunta de sus labios. Apoyó su trasero en el taburete junto al granito negro de la barra y desde allí recapacitó por unos segundos la respuesta.

—No sé qué tienes hoy en la cabeza, estás muy raro. A mí me gustaría, es solo que tú nunca… —Se vio incapaz de concluir la frase.

A él también… Cada vez entendía menos qué le estaba pasando.

Desanimado por el exótico caos de su cerebro se encerró en el despacho. Allí, bañado por la cálida luz de su lámpara vintage, se acomodó frente al escritorio y rebuscó por la red con el enigma en mente hasta perder la noción del tiempo.

—Amor… —Amanda, sin saber de él durante horas, apoyó la mano en su hombro, tan sigilosa, que Philip no reparó en su presencia y consiguió sobresaltarle—. ¿Qué te has hecho en el pelo? —advirtió extrañada a la vez que se lo regresaba a su estilo de siempre sin que él opusiera resistencia.

—Me quedé abstraído —se excusó minimizando con prisas las ventanas abiertas en el navegador.

—¿Qué lees? ¿Puedo verlo?

Le costó acceder a la petición de su mujer, no era algo agradable de reconocer, pese a que, finalmente, volteó la pantalla hacia ella. Se desplazó unos centímetros y le cedió el ratón sobre la almohadilla.

 —¿Alzheimer? —exclamó espantada—. ¡Eso es una enfermedad de la vejez!

—Por lo visto es más habitual de lo que crees. ¿Sabías que hay casos en los que se ha diagnosticado en personas de treinta años? —le reveló—. Yo ya paso los cuarenta.

—Ya ¿y qué? ¿Tú tienes Alzheimer?

—¿Recuerdas que ayer te pregunté por qué habías pintado el coche de rojo?

—Philip… Una confusión la tiene cualquiera.

—Sigo convencido de que nuestro coche era metalizado. Y ¿Copper?… ¿Cómo puedo tener ese sentimiento de cariño hacia un animal que ni siquiera tenemos?

Amanda bajó la mirada afectada por sus palabras.

—Esto ya no es normal —insistió él.

—Deja de leer temas que te pueden sugestionar, Philip. Lo mejor es que te relajes. ¿Y si nos vamos unos días de vacaciones? —sugirió en un intento de quitarle importancia y que todo continuara como siempre.

—Hay una cosa que no te he dicho… —se le escapó y se dio cuenta tarde del error.

De pronto una nueva frase misteriosa presionaba el corazón de la australiana como si alguien le hubiera clavado una aguja. Philip, intranquilo, se mordió los labios, ya no podía detenerse.

—Ayer vi a una mujer —le costó continuar y acabó por enmudecer.

—¿A una mujer? ¿Qué mujer? —requirió ella inquieta ante su silencio.

Él volvió a entornar la mirada y a tocarse las sienes, sabía que no era fácil de plantear.

—Nada, olvídalo, no sé de qué estoy hablando, es completamente absurdo.

Movió su cabeza como sacudiéndose aquellas locas ideas.

—Cuéntamelo, ahora ya no voy a poder estar tranquila si no me cuentas.

Se miraron. Permanecía tan desconcertado con todo lo ocurrido que estaba teniendo problemas para distinguir qué decir y qué guardarse para él.

—En Joice, el supermercado, a la salida —titubeó—. Sus facciones me recordaron a otra persona.

—¿A quién te refieres? Termina, Philip, ¡me estás poniendo de los nervios!

Había levantado la liebre y ahora iba a ser difícil de reconducir.

—Alguien con quien estuve hace un tiempo, Amanda, no sé…, es algo muy confuso.

—¡¿No sabes?! ¿Es una antigua novia? ¡Philip…! —Su mujer no encontraba sentido a lo que estaba escuchando—. ¿Es que sigues enamorado o algo así? Dímelo sin rodeos.

Él miró hacia el suelo, su mente le estaba jugando una mala pasada y empezaba a afectar a su relación. Esto no tenía ningún sentido.

—Es como si… —balbuceó consciente de que iba a sonar mezquino—, pero no…, como si nunca me hubiese separado de ella —reconoció aun sabiendo lo irracional que sonaba hasta para sí mismo. Esperaba una regañina.

Los oídos de Amanda sintieron un eco agudo, el mismo que se debe experimentar al estallar una granada a pocos metros.

—Me estoy volviendo loco… Son solo sensaciones que rondan mi cabeza, como la del perro y el auto. Algo me está pasando, Amanda, algo grave y no sé qué es.

—Quizá debería verte un doctor, es probable que estés agobiado. Yo te pedí que lo dejaras y te conozco, sé que no llevas nada bien tanto tiempo alejado del frente. —De pronto algo le vino a la conciencia—. ¿Recuerdas lo que le pasó a Harrison? Le diagnosticaron estrés postraumático. A veces aparece con los años.

Philip asintió desanimado y lanzó un suspiro.

—Lo cierto es que he empezado a sufrir una pesadilla muy extraña. —No se atrevió a contársela—. ¿Te acuerdas de la película La escalera de Jacob? La vimos juntos —la tanteó—. La he vuelto a ver.

Amanda apagó su mirada por un instante.

—Los militares no deberíais ver ese tipo de películas, ya te lo dije —contestó sin interés por seguirle el razonamiento.

Sigilosa, se colocó detrás de él apoyando la barbilla en su hombro. Abrió despacio un par de botones de su camisa y le pasó la mano por el pecho mientras acariciaba con sus labios suavemente su cuello. Philip cerró los ojos con una larga inhalación, dejándose llevar. Sus lenguas se fundieron en una húmeda caricia envolvente. Ella bajó las manos un poco más, desabrochó la insignia metálica de sus pantalones y deslizó la cremallera antes de introducir la mano dentro de su slip donde pudo percibir la excitación de él.

—Vamos a la cama. Sé cómo ayudarte a olvidar lo que sea que tengas en mente —le susurró con sensualidad.


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